Émile Gravelle (1855 -
1920) fue un francés anarquista
individualista y naturista activista, escritor y pintor . Publicó la revista "L'Etat
Naturel". Colaboró con Henri Zisly y Beylie Henri sobre "La Nouvelle Humanité",
seguido por "Le Naturien", "Le Sauvage", "L'Ordre
Naturel", y "La Vie Naturelle". Sus
ideas fueron importantes en anarquista individualista círculos en Francia
pero también en España, donde Federico
Urales ( seudónimo de Joan Montseny), promueve las ideas de Gravelle y Zisly
en La Revista Blanca(1898 - 1905)
Este texto se publicó en los números 121 y 122 de
La Revista Blanca, ambos publicados en Julio de año 1903. EmileGravelle nació
en el año 1855, fue uno de los primeros impulsores del naturismo, publicó
entre 1894 y 1898 la revista L'EtatNaturel y colaboró en otras revistas a
partir de 1895 como: La Nouvelle Humanité, Le Naturien, La Sauvage, L'Ordre
Naturel yLa Vie Naturelle. Los naturistas franceses del siglo XIX denunciaron
la destrucción del industrialismo y el engaño de la ciencia, cuando eran
idealizados por todos los demás movimientos sociales; y desarrollaron una
ideología radical basada en el retorno a la naturaleza. Hoy en día este texto
sigue siendo perfectamente vigente, con la diferencia de que la civilización
aún no había conseguido llegar al nivel de nocividad actual.
DOCTRINA NATURISTA
Por qué la miseria no es de orden
fatal.
"Quien
dice fatalidad dice situación inevitable."
Ahora
bien, la versión de la miseria fatal sobre la tierra está destruída por
la misma estadística oficial, que establece que en todos los puntos conocidos
del globo, y particularmente en los países civilizados en donde se tiene por
más densa la población, la división del territorio fértil entre sus
habitantes atribuiría a cada uno (hombre, mujer, niño, anciano) un espacio
más que suficiente para satisfacer sus necesidades materiales de
alimentación, alojamiento y vestidos.
Africa y
América dan cifras fabulosas de superficie por individuo, que pasan de
80.000, 160.000, á 600.000 y hasta 1.460.000 metros cuadrados de
terreno.
Asia
y Europa arrojan cifras más modestas, pero que establecen un promedio
de10.000 a 12.000 metros cuadrados de terreno fértil por cabeza.
Solamente
Italia atribuye menos de una hectárea a cada uno de sus habitantes, pero
tiene costas marítimas en extremo ricas, y está reconocidoque los
países meridionales poseen una vegetación y una atmósfera ricas en ázoe
[nitrógeno]
La sola producción natural del suelo
establece la abundancia.
En el estado natural el suelo posee una
capa de humus de una riqueza desconocida en las tierras mejor abonadas de
nuestros días. Esta capa de humus es obra de los vegetales gigantescos que
fueron los primeros en aparecer sobre nuestro globo y de los bosques que les
sucedieron. Por la caída anual de las hojas desde millares de años se ha
formado el mantillo o tierra vegetal que da nacimiento y substancia á
la vegetación pequeña.
Cada
año, en efecto, las hojas secas caen en apretada lluvia, se ennegrecen, se
descomponen y aumentan el humus ya establecido.
Las
plantas indígenas adquieren allí un desarrollo que no se encuentra ya en los
países civilizados. Los animales que ramonean esas plantas dejan en cambio en
el lugar sus deyecciones sólidas y líquidas, lo que contribuye á conservar la
economía del suelo, y cuando mueren, sus detritus tornan igualmente a la
tierra.
Las
plantas diversas que crecen en el estado tupido entrelazan sus raíces y
forman una red espesa que matiene humedecida á la tierra y la
impide desmoronarse con las aguas en los días de lluvia.
Este
es el desastre que se ha producido precisamente desde que el arado abrió la
red de raíces protectoras poniendo al descubierto la tierra, materia
desmenuzable, que, deslavazada varias veces al año por los chuvascos, la
liquefacción de las nieves, se liquida, y, como todos los terrenos están en
pendiente, marcha al arroyo, al río y a la ría que la arroja al mar.
La
tierra vegetal primitiva ha desaparecido ya hace mucho tiempo en los países
en donde se practica la labor.
Sin
embargo, por empo brecido que esté, el suelo puede todavía
dar, según su latitud y su situación topográfica, la producción espontánea
que le es propia: en árboles, y arbustos de vainas, bayas, frutas, o
almendras, en plantas leguminosas de hojas, raíces o granos comestibles; en
plantas y hierbas forrajeras.
Con las
repoblación de árboles, el suelo se enriquecería todos los años, y la
vegetación originaria recobraría su desarrollo y su sabor primitivos.
Cada
país posee igualmente su fauna, representada por las diferentes catergorías de
ganado, caza y peces.
Y
por todas partes se encuentran, además de la caverna abrigo natural, todas
las materias para la edificación de habitaciones: piedra, madera, arcilla,
así como las necesarias para la confección de trajes: lanas, cueros y plantas
textiles.
La salud es la condición segura de la
vida.
Los
médicos están unánimes en declarar que las condiciones favorables al
establecimiento y al mantenimiento de la salud, origen de la fuerza y de la
belleza, son estas:la estancia en plena naturaleza, en los bosques
y al raso; la alimentación fresca y variada del individuo, el libre juego de
los órganos, el ejercicio y el reposo facultativos.
Ahora
bien; esta es la situación otorgada a todos en el Estado Natural.
Los males físicos: Epidemias,
enfermedades y deformidades son obra de la civilización.
La palabra civilización designa el
estado de una raza salida de las condiciones puramente naturales y cuyo
sistema de existencia, llamado en sociedad, está basado sobre la creación de
lo artificial.
Lo
artificial entraña: la construcción y la aglomeración de edificios formando
ciudades, el establecimiento de vías de comunicación necesitando los
servicios de inspección y de higiene, la manufactura de materías químicas
para la industria, la confección de objetos de mobiliario y trajes, etc.,etc.
Como
la ejecución de estos diversos trabajos necesita el esfuerzo, los más hábiles
societarios, los que se habían apoderado de la tierra -fuente de todas las
cosas- esquivaron el esfuerzo para imponerlo a los cándidos, a los
desinteresados que se habían dejado despojar de su legítimo derecho a los
dones de la Naturaleza.
Por
esto es por lo que vemos desde hace siglos a seres humanos sometidos a las
funciones más hostiles al organismo; los trabajos de laboreo y remoción de
tierras exponen a los bronquios a la acción de las materias químicas del
suelo volatilizándose en el aire y ocasionando la otitis de los labradores y
el tifus de los acarreadores de tierra; el horadamiento de las
minas sumiendo al individuo en una atmósfera cargada de ácidos subterráneos;
la manipulación de esos ácidos en las fábricas, intoxicando al obrero por las
vías respiratorias o los poros de la epidermis; la realización de otros
trabajos que imponen la exposición prolongada del individuo al efecto directo
del frío, de la lluvia o del calor, situaciones anormales todas que
determinan la perturbación de los sistemas sanguíneo, bilioso o nervioso, y
ocasionan diversas afecciones y enfermedades. Añadamos a esto los accidentes,
caídas, contusiones, fracturas, luxaciones, lesiones internas o externas
sobrevenidas en el ejercicio de las profesiones; la habitación insalubre, la
alimentación adulterada, y conoceremos la fuente del raquitismo, de la
escrófula, de la anemia, en fin, de todo lo que ha concurrido a la decadencia
física de la Humanidad.
En
lugar de decir ingenuamente de un ser mal constituído que es
desgraciado por naturaleza, sería más exacto reconocer que está atrofiado por
la civilización.
Las calamidades llamadas naturales
(aludes, hundimientos, inundaciones, sequía) son la consecuencia de los
atentados dirigidos a la Naturaleza.
Aquí
es donde aparece el papel capital que desempeñan los árboles, los bosques, en
la economía de nuestro globo. Independientemente de su suprema función, la
composición del aire respirable al que debemos la vida, tienen por efecto
abrigar a la tierra y a los animales contra los elementos, y muy especialmente
para el punto que nos ocupa aquí, regularizan la acción de las aguas sobre el
suelo.
Cuando las alturas estaban cubiertas de
árboles hasta 5.000 y 6.000 pies de elevación, los pinos, abetos, y
cedros, que son las esencias de esas regiones, formaban una primera barrera a
las nieves que se desprenden de las cumbres.
Más
abajo crecían los robles, las hayas, los castaños, los tilos, los fresnos,
los álamos, que, al recibir el agua de las lluvia sobre su follaje, no la
dejaban escurrir sino lentamente por sus ramas y sus troncos para ir a
embeber el césped y la tierra, y derramarse por filtración formando los
manantiales y las corrientes de agua.
Pero
el hombre ha querido modificar esto. Ha llevado el hacha a los bosques y
desnudado las montañas hasta los ventisqueros. La nieve, no encontrando ya
obstáculos, desciende en aludes a los valles; los aguaceros corren en
torrentes por las pendientes arrastrando con ellos las tierras no contenidas
por las raíces, las aguas se filtran en las hendiduras de las rocas, las
desligan y el hundimiento se produce. -Progreso.- El invierno, inundación; el
verano, sequía mortal; pero el hombre acusa a la Naturaleza.
No Hay intemperies; no hay más que
movimientos atmosféricos, todos favorables.
Elhombre está
protegido por los árboles: en verano contra los grandes calores, en invierno
contra el cierzo, las ráfagas, las lluvias, los turbiones. La acción del
viento es nula en el corazón de un bosque; el mismo ciclón, que desarraiga y
arrebata los mayores árboles aislados, fracasa allí. El hielo y el granizo no
producen el mismo efecto que a campo raso.
Los
árboles, como las aguas, tienen todavía otra función; toman durante el día el
calor de la atmósfera y se lo restituyen por la noche; impiden de esta manera
las variaciones bruscas de temperatura y la mantienen en un grado favorable
para los animales y las plantas.
Teniendo
a su disposición la bundancia de las cosas naturales, el ser humano
no tiene que exponerse a la acción de los elementos. Si llueve, puede
permanecer a cubierto; si hace frío, tiene para vestirse y calentarse; si
hace demasiado calor, tiene la sombra de los bosques y el descanso para
permanecer en ellos.
El
sol, el viento, la lluvia y la nieve, no son enemigos; se trata sencillamente
de no desafiarlos. Esto es fácil, pero la civilización obliga al hombre a
hacer todo lo contrario y se queja tontamente del mal tiempo.
Si
actualmente hay seres que son víctimas, atados de insolación en verano y de
congestión en invierno, la culpa no es de la Naturaleza, incumbe la
situación en que se les ha puesto por la sociedad civilizada.
Cuando
el 14 de Julio doscientos mil hombres son expuestos durante un día al sol, no
hay que asombrarse de ver desfallecer un gran número. El hombre civilizado
acusa a los rayos solares, de los que sin embargo, reclama todo el ardor en
esa época del año para la madurez de los frutos de la tierra. Pues bien; de
la misma manera que los grandes calores son indispensables para la actividad
de la Naturaleza, el hielo y la nieve son necesarios para su
purificación y reposo.
La Ciencia no es más que
presunción.
Con
la destrucción de los bosques la Humanidad ha roto la armonía
de la Naturaleza. Se ha expuesto a la acción directa de los
elementos, ha expuesto a los animales y a las plantas con que se alimenta y
todos han conocido la enfermedad. La vegetación menuda privada de su abrigo,
los árboles, es a menudo destruída por el frío, el hielo o los
ardores del sol, y el hombre conoce la penuria.
Por
lo tanto, amenazado por la enfermedad y el hambre, ha buscado y encontrado...
paliativos que a su vez son nuevos peligros. Al talar los bosques, ha operado
la extinción de la fauna y de la flora originarias... y ha tenido que
cultivar; ha secado los manantiales y las corrientes de agua... ha tenido
que construír canales y acueductos; ha edificado ciudades,
aglomerado las habitaciones y los detritus... ha conocido la epidemia y
también la medicina. Su sistema de existencia convertido en la antítesis de
su constitución física, sus sentidos se debilitan... mas para los ojos
apagados hace anteojos; muletas para las piernas atrofiadas; píldoras para su
anemia; bromuro para su escrófula; obligado a ir a buscar a lo lejos lo que
hadestruído en su morada, franquea el Óceano donde naufraga;
lanza sobre vías férreas locomotoras que descarrilan, chocan, cortando brazos
y piernas que reemplaza ventajosamente con instrumentos.
En
fin, cuando haya aniquilado todo lo que se produce naturalmente, el agua, el
aire, las plantas y los animales, se verá obligado a procurárselo
artificialmente, merced a medios científicos y trabajando desde la mañana
hasta la noche. Esto será una ventaja evidente.
La creación de lo artificial ha
determinado el sentido de la propiedad.
Del
mismo modo que ningún otro animal, el hombre, en el estado natural, no
considera los productos del suelo como cosas que les son propias; el agua de
los ríos, las rocas, la arcilla de los arroyos, la madera de los bosques,
todas las materias primas cuya abundancia establece el derecho de goce a cada
uno. Pero desde que el hombre pone en explotación esas materias para confeccionar
un objeto de agrado o de utilidad, se efectúa una rápida transformación: esa
roca, esa madera, es arcilla, que antes formaban parte del dominio común, se
han hecho para él interesantes hasta el punto que las considera como partes
individuales, y ese sentimiento es legítimo. En efecto, ¿no ha hecho pasar
realmente a su obra una parte de sí mismo; su impulso su individualidad no se
han transmitido al objeto, no ha consagrado a él una suma de fuerza vital?
-Hasta aquí nada hay de malo, pues el hombre no se ha atribuído la
materia y no la ha transformado sino para su uso personal.
El Comercio, o especulación sobre lo
artificial, ha engendrado el interés, depravado al individuo y abierto la
lucha.
Al
emprender el tráfico de su producción es cuando se manifiesta en el hombre un
sentimiento especial, sentimiento nacido de su individualismo y que toma su
fuente en el instinto de conservación.
No
siendo nada perfecto, en el sentido de un individuo, sino su propio
individuo, todo lo que de él emana adquiere a su juicio un valor superior a
cualquiera producción extranjera.
Esto
es por lo que dos artesanos al cambiar sus productos tendrán dificultad al
establecer la equivalencia. Esta situación dará siempre lugar a un debate
fértil en enumeraciones, en apreciaciones, en sutilidades de toda clase.
Inevitablemente
uno de los dos contratantes se verá siempre lesionado, ya que el objeto
adquirido no represente realmente un suma de ingenio y una perfección iguales
al otro, ya que él haya conservado juiciosamente o no la convicción de que su
obra tenía mayores méritos que la cambiada.
Prodúcese ya
un malestar entre las relaciones interindividuales, y este malestar se
manifiesta prontamente en furor, en violencias, en odio, cuando uno de los
tratantes, por necesidad imperiosa de cambiar el fruto de sus labores (consecuencia
del ejercicio de una profesión única), se encuentra de bueno o mal grado,
en el caso de acertar las pretensiones y condiciones del otro.
De
esto nacerá la idea de represalias, y si esta satisfacción escapa, habrá resentimiento,
y este será, según el temperamento o la situación del individuo, guerra
abierta o guerra sorda.
Entonces
es cuando entrarán en juego la fuerza y la astucia.
El programa material es el fruto de la
esclavitud.
Privado
de sus derechos legítimos a los bienes naturales y colocado en la
obligación de adquirirlos a cambio de una suma de trabajo determinado o más
bien impuesto, el hombre ha tenido que elegir la industria más compatible con
sus facultades. Estando ligada su condición de existencia a la medida de su
producción, se ha dedicado al estudio de un trabajo único, a
adquirir la soltura de mano, y no ha tendido en seguida más que a un
resultado, a la ejecución rápida.
Por
lo tanto, su función se ha hecho mecánica, sus movimientos uniformes, su
postura siempre la misma. Estando sometidos a la actividad ciertos músculos
suyos, mientras que otros conservaban la inmovilidad completa, el vigor se
concentraba en los órganos activos con detrimento de los otros. El equilibrio
de las fuerzas corporales quedaba, por consiguiente, roto.
El
cuerpo humano, tan vario en sus partes, y cuya estructura está tan
maravillosamente ordenada, puede ser sometido a la diversidad de posturas de
movimientos, de actos, pero sin postura prolongada, porque de otra suerte se
producen desórdenes, tales como la desviación de la columna vertebral en los
esportilleros y los sirgueros, el desarrollo monstruoso de las vísceras
intestinales en los empleados u obreros constantemente sentados, los
calambres intusos de los zapateros, sastres y escritores, etc.,
etc.
No
solamente cada profesión es susceptible de desórdenes patológicos, sino que
hay otras que son inmediatamente peligrosas hasta el punto de que el más
elemental sentimiento de humanidad debería prohibir la práctica; tal la
fabricación de cianuro, del minio, del albayalde y de otros mil productos que
necesitan el empleo de materias cuyo contacto no puede afrontar el organismo.
Se contestará con las necesidades del progreso...¡muy
bonito! -Por de pronto hay muchas cosas llamadas del progreso que no son de
ningún modonecesidades. -Y si la degradación del cuerpo humano es la
condición del embellecimiento de la materia, se pregunta uno en donde está el
progreso.
Sería
interesante saber lo que piensa de esto el individuo obligado por el hambre a
la ejecución de un producto no indispensable y que ve abrise su
piel, caer sus cabellos, sus dientes, sus uñas, que siente cariarse sus
huesos, taladrarse sus pulmones, corromperse su sangre, cuando experimenta
todas las angustias del debilitamiento y del aniquilamiento de su ser.
Si
los que no pueden prescindir del progreso establecido a ese precio tuviesen
que ejecutarlo ellos mismos, no hay duda de que sería pronto abandonado.
Precisamente,
en razón de los lados peligrosos, perniciosos y enojosos que presenta, es por
lo que el llamado progreso no tiene por artesanos sino los desgraciados
desposeídos del derecho natural de caza y recolección, y sometidos ahora a la
ley de la labor para la vida. Ciertamente, el hombre está constituído para
la actividad, que además le es saludable. Está en el caso de moverse para
subvenir a sus necesidades. En el estado natural caza, prepara su abrigo,
confecciona sus trajes, sus armas. Se entrega a los ejercicios de fuerza y
habilidad, y esto le constituye una conveniente gimnasia; pero de esto a
realizar la función industrial hay que convenir en que existe una gran
distancia.
Esto
es de tal modo evidente, que todo individuo, seguro de su alimentación, de
su alojamiente y traje, es absolutamente desconocido en la mina, en
la fábrica y en la cantera.
Se
citará constantemente el ejemplo de Luis XVI cerrajero; pero si
este monarca, para tener metal que forjar hubiera tenido previamente que
extraerlo él mismo de la mina, fundirle en el horno y colarle en barras,
seguramente se hubiese contentado con hacer cestas.
Las instituciones y condiciones
sociales están en antagonismo con las leyes de la fisiología humana.
El
estudio de este punto entrañaría un desenvolvimiento muy extenso; pero el
espacio, muy restringido aquí, no permite más que designaciones.
Nos
limitaremos, pues, a citar, en contradicción con el estado natural del
hombre, todo lo de independencia material y moral.
El
acaparamiento del suelo, consagrado bajo el nombre de propiedad, que trae la
ley del trabajo forzado para los desposeídos; las leyes coercitivas para los
refractarios a esa condición; el servicio militar, periodo anormal en la vida
de los jóvenes en pleno vigor; la reclusión temporal o perpetua para los
indómitos; el celibato voluntario por prejuicios; el matrimonio de
conveniencia; el derecho material; la autoridad paterna y el derecho de
servicios; el estudio escolar para los niños antes de la edad de la pubertad;
la jerarquía; la etiqueta; el servicio doméstico, etc.,etc.
No hay buenos ni malos instintos en el
hombre; hay satisfacción o contrariedad de los instintos.
"Todo
lo que sucede es un hecho o efecto".
"Todo
efecto tiene una causa".
"Toda
causa tiene un origen".
Así
ha sucedido en toda época, y este hecho bastaría para destruír la
versión "de los instintos feroces y sanguinarios del hombre
primitivo".
El
hombre es impulsado por diferentes instintos que le guían en
la satisfacción de sus necesidades.
Tiene
primero el instinto de la busca y de la posesión de las
cosas que le son necesarias; tiene el instinto de actividad
y de ingeniosidad; el instinto de abrigo y de reposo; elinstinto de
reproducción; el instinto de preservación y seguridad; el instinto de
sociabilidad y el instinto de libertad.
La
tierra es bastante vasta y su producción natural bastante abundante para
permitir a la humanidad entera la completa satisfacción de sus necesidades
materiales.
La
totalidad puede vivir a gusto sin que la unidad sea perjudicada o incomodada.
La riqueza y la variedad de los productos terrestres apartan la necesidad de
administración y, por consiguiente, de jerarquía, y la armonía se establece a
condición de que todo esté a la disposición de todos.
Este
es el estado natural, la situación normal.
En
el estado natural, el hombre que caza los animales y recoge las plantas y
frutos para su alimentación, no hace más que obedecer el instinto de
conservación. Es un acto racional. No estando jamás privado de alimento y
seguro de tenerlo constantemente, come con medida, guiado en esto por sugrado de
apetito.
Si
desea confeccionar armas, utensilios, un traje, tiene a la mano todos los
materiales; y como esos objetos los hará a medida de su fuerza, de su
comodidad, de su talla, nadie los ambicionará.
¿Le
place recrearse con el canto, el baile, los ejercicios corporales?
Como
no depende más que de sí mismo y no incomoda a nadie, obrará con toda libertad.
Si quiere también practicar otras artes, pintar o modelar, la naturaleza
suministra las materias primas, su ingenio y su talento hacen lo demás, pues
el sentido artístico, dígase lo que se diga, es una emanación puramente
natural.
Tras
las justas, la danza u otro juego, si su sangre está caldeada, su epidermis
sudosa o ardorosa, va por instinto al baño que le refresca
purificándole.
¿Quiere
descansar? Tiene un abrigo propio, que nadie le disputará, pues igualmente
poseen uno todos sus semejantes,
¿Aspira,
en fin, al amor? Tomará la compañera que haya sabido conquistar, no por la
violencia (el rapto, la violación, el matrimonio de conveniencia,
siendo menos fáciles y más raros que en el estado civilizado y la prostitución
por miseria absolutamente desconocida), sino por atracción, pues la mujer
libre tampoco tiene que sufrir ninguna violencia.
Y
esta libertas de la mujer y del hombre, establecida por la profusión de las
cosas materiales, garantiza la evolución regular del amor; porque a despecho
de todas las prescripciones, instituciones, y denominaciones civilizadas, el
amor es un apetito como cualquier otro, que realiza una evolución y pide la
variedad.
Tras
las emociones preliminares, se efectúan la posesión mutua, el ardor
creciente, el paroxismo, el decrecimiento y la saciedad; fases todas que
sobrevienen simultáneamente y que acarrean después de una unión de duración
indeterminada un apartamiento recíproco sin desgarramientos y sin
odio.
La
progenitura resultante de estas aproximaciones no constituye ni un estorbo ni
una cadena para los separados, por proveer la naturaleza a las necesidades de
todos; y la mujer que, instintivamente, ha conservado los hijos
pequeñuelos, puede tomar un nuevo compañero sin que éste pueda considerarlos
como una carga.
¡No
hay hijastros en el estado natural!
No
hay tampoco inyecciones disolventes, ni abortos, ni abandonos de hijos,
porque no hay ni desvergüenza, ni depravación, ni deshonor en el acto
maravilloso de la procreación.
Pero
ahora, en lugar de ese estado normal de cosas, con lógicas y felices
consecuencias (pues los instintos están satisfechos), estamos regidos por el
ESTADO SOCIAL CIVILIZADO, SALIDO DE LA PROPIEDAD DEL SUELO por una
minoría.
Nadie
ha demostrado todavía, y por causas, la legitimidad de esa institución, pero
no por eso está menos establecida. Del establecimiento de esta iniquidad data
el desarrollo que conocemos; la situación está completamente falseada, la
cuestión humana salida de su eje gira en el error, y jamás, a pesar de todas
las sutilidades empleadas, el error no engendrará la verdad.
Así,
asistimos al curioso espectáculo de oir a seres constituídos como
nosotros, declarar: que la hierba de los prados es de ellos, el agua del
arroyo y la sombra de los bosques también; la carpa del estanque y el corzo
de la maleza; de ellos siempre la roca de la colina y la arcilla del
yacimiento. Y como ellos han tomado mil veces más que para sus necesidades,
ocurre que la gran mayoría de los individuos está desposeída.
Por
lo demás, aquí comienza para estos la civilización.
No
tienen derecho a nada, y los dones de la naturaleza no les llegan sino bajo
la forma de salario de un trabajo que han de ejecutar en provecho del
poseedor del suelo. Muy a menudo también ese trabajo consiste en la caza, la
pesca y la recolección de los productos naturales, de los que les
abandonan como retribución algunas migajas. Esto es muy incoherente, pero es
muy civilizado. En el caso en que, conscientes de su derecho a la vida y a la
independencia, quisieran, sin condiciones y para satisfacer sus necesidades,
apropiarse las cosas de la tierra, serían en seguida, la ley es formal,
presos, juzgados y condenados por actos culpables perpetrados bajo el impulso
de malos instintos.
Cortar
ramas, extirpar piedras, arcilla, y construírse un abrigo en donde
mejor le parezca a uno, es manifestar igualmente malos instintos, no teniendo
así todo hombre derecho en la civilización al espacio necesario para abrigar
su cuerpo.
Negarse
a abandonarlo y romper la cabeza al inportuno que quisiera
obligaros a ello, os hace semejante a los primeros trogloditas -por haber
obrado demasiado naturalmente- y se censurará ese acto de simple defensa,
atribuyéndole a instintos de violencia.
El
adolescente pobre y la joven rica, que sin acudir a la autoridad paterna o
a la Sociedad, obedecieran a la ley de atracción, serían acusados
de instintos perversos. La indulgencia es mayor para prácticas
que se establecen en los pensionados, los cuarteles, las penitenciarías y las
prisiones, pues no corren riesgo la propiedad y los intereses.
Y
porque se encuentran en la humanidad civilizada individuos sucios, groseros,
borrachos o inactivos, estas manchas han sido -candidez o mala intención-
inmediatamenteatribuídas a los instintos primitivos.
En
éxtasis ante la civilización, pocos psicólogos han ido al origen de la
decadencia comprobada en sus congéneres. Y, sin embargo, ¿qué tiene de
extraño que generaciones de esclavos sometidos a la faena, mal albergados,
mal vestidos y privados de medios de higiene, se hayan acostumbrado a la
suciedad; que viviendo constantemente bajo la dominación y el oprobio,
obligados a moverse como perros vagabundos y no teniendo contacto sino con
los parias de su especie, carezcan de elegancia su lenguaje y sus maneras;
que privados de vinos generosos y rara vez en frente de una buena comida,
sean un poco glotones y borrachos un día de abundancia, y si se añade a esto
el poco atractivo de tareas sórdidas, extenuantes y mal retribuídas, que
se siga una legítima aversión hacia el trabajo?
¡Pues
bien, no! La moral civilizada, no queriendo hacer concesiones peligrosas para
ella, atribuirá estos desfallecimientos a instintos de suciedad, de
embriaguez y pereza, negándose a reconocer que esas anomalías no se
encuentran en ningún hombre u otro animal en el estado libre.
Y
ella nos muestra al hombre primitivo: labor, cuando nada podía excitar su
codicia; borracho, cuando no tenía más que agua para beber; dominador, a
pesar de la ausencia de jerarquía; violento y brutal, no obstante la carencia
de todo motivo de irritación; y, aunque ignorante de las cuestiones de
interés, rapaz, trapacer, expoliador e intrigante; ¿por qué no también
ducho en tercerías, monedero falso y panamista, lo que no sería
inconcebible?
La prostitución no existe en el Estado
Natural
Como
la mujer tiene, al igual del hombre, el goce completo de los bienes de la
tierra, posee también la misma independecia material y no obedece
más que a sus impulsos.
En
cuanto es núbil, experimenta la ley completamente natural de atracción, y si
se entrega al hombre, no lo hace sino impulsada por deseos que incitan al
acto de generación.
La
causa principal de la prostitución en los países civilizados, es decir, en
progreso, es la miseria, la carencia absoluta de las cosas imperiosamente
necesarias como el alimento y el abrigo.
Se
produce a veces también, pero el caso es menos frecuente, por codicia de
cosas de lujo creadas artificialmente, como trajes, adornos, dignidades
sociales (!), cuyo valor ficticio consiste en su rareza (lo que implica que
no pudiendo ponerse a la disposición de todos, determinarán siempre el sentimiento
de la envidia).
Siempre
hipócrita y metirosa la sociedad civilizada (extraña reunión de
asociados, los unos repletos, los otros indigentes), la sociedad, no
queriendo reconocerse culpable para con la categoría de las prostituídas por
miseria, les imputa inclinaciones a la lujuria, y, complacientemente, las ha
denominado: folles de leur corps (locas de su
cuerpo); o filles de foie ( muchachas de alegría).
¡Muchachas alegres, las desgraciadas! Id a preguntarles cuales son
las alegrías del tráfico que realizan; os responderán que la primera es no
sentir hambre.
Pero
en el estado natural, como no existe la miseria, la prostitución no puede
existir por esa causa. Se ha citado en las relaciones de viajes a los paises no
civilizados el ejemplo de mujeres indígenas, entregándose a los visitantes
por la posesión de objetos desconocidos: cintas, joyas, collares de vidrio.
Si esto es exacto, es la mejor demostración de la influencia corruptora de lo
artificial, y esas mujeres no se hubiesen prostituído por la
adquisición de cosas naturales, teniéndolas suficiente y gratuitamente a su
disposición.
La Humanidad busca la felicidad,
es decir la Armonía.
El
ser humano tan perfectamente constituído y tan bien satisfecho en
sus necesidades por la prodigalidad de la tierra, libre de cuidados
materiales, no tiene aspiraciones sino hacia la alegría. Y puede desearla con
la seguridad de poseerla y de sentirla constantemente si no se aparta del medio
favorable en que la Naturaleza le ha colocado.
Ahora
puede comprobar lo que le cuesta el heber querido corregir la
obra de su productora, y con la sola tala del suelo el haber comprometido el
orden establecido por largos siglos de formación.
Habiendo
desarreglado el régimen del aire y de las aguas, vuelve a ver el caos
inicial, el agua se mezcla de nuevo a la tierra por inundación frecuente y el
desmoronamiento de las montañas; su ser, su cuerpo, separado de su situación
normal, aunque todavía animado por fluido vital, se descompone, y su
carne tumeficada y rezumante expulsa, reconstituídas, las
substancias minerales originales.
Pero
el mal no es irreparable, porque la Naturaleza, esa fuerza suprema,
continúa su obra creadora y reparadora; y la tierra recobraría pronto su
maravilloso aspecto si el hombre quisiera reconocer su presunción y cesara de
contrariar la marcha regular de la producción.
La Armonía para la
Humanidad reside en la Naturaleza.
Por
todas partes aparece esa armonía; en la división de los continentes y de los
mares, en la disposición topográfica del suelo, en las altas montañas cuyas
neveras, esos lugares de reserva naturales, alimentan de agua, en verano, los
ríos más caudalosos; en las colinas y los valles que dan lado a lado y en la
misma región producciones diferentes; en los árboles gigantes que son la
protección de la abundancia del suelo de los seres que de ella gozan.
Aparece
en la diversidad de las formas, de los colores, de los perfumes y de los
sonidos y en la disposición de los órganos de nuestro cuerpo que nos permiten
percibirlos.
Es
en verdad la condición de la vida humana. Que en la fauna y la flora, el
fuerte devora o aplasta al débil, ¿qué importa, si el resultado es en
beneficio del hombre? No es el momento de hacer sentimiento respecto de las
plantas y de los animales; tengámoslo primero para nosotros mismos. Que baste
comprobar que nosotros, seres privilegiados, no tenemos necesidad alguna de
devorar a nuestro semejante para vivir y que es posible alcanzar un feliz
resultado: la supresión de nuestros sufrimientos.
Emile Gravelle
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Solamente los anarquistas, sabrán que somos anarquistas y les aconsejaremos que no se llamen así para no asustar a los imbéciles
Émile Gravelle
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